El infierno en seis minutos
No hay nada más
tremendo para un espectador neutral que la falta de tensión competitiva. Se
conocen de sobra esos partidos: cuando un poderoso se enfrenta con un
seleccionado menor y logra romper la paridad inicial con un gol en los primeros
minutos.
Después de ése, caen
otros, varios, muchos. El partido se rompe y entra en un cauce natural que
solamente puede generar desinterés en el que buscaba un atractivo deportivo.
Anomia abulia, aburrimiento.
Pero cuando los
involucrados son Brasil y Alemania, en una semifinal del mundo, lo que sucede es
exactamente contrario. Porque cae un gol temprano y el león herido sale a
buscar su presa para devolverle el mordisco. Sale tan descuidado, tan distraído,
que sufre, y sufre, y sufre, y sufre; y muere antes de empezar a pelear.
Lo que se arma,
entonces, es una catástrofe futbolera que tiene el mismo efecto que cualquier holocausto:
la cualidad de dejar a todo el mundo con alguna sensación, excepto indiferencia.
Algunos quieren mirar de cerca, encerrados en el morbo; otros se angustian y no
pueden siquiera ojear la pantalla, el escenario de la masacre.
Es un choque brutal
en la autopista de la normalidad, algunos autos siguen de largo, aliviándose
porque no les pasó a ellos, otros desaceleran por curiosidad. Se acercan a los
vidrios rotos.
Pero todos, para bien
o para mal, están profundamente conmovidos.
Entonces aparecen los
brasileños llorando en las tribunas por descreimiento, melancolía, dolor,
pavor, pesadilla. Y se paran, se van del estadio.
Figuran los otros,
los contra, que se alegran con la desgracia ajena sin importarles cuán onda sea
esa herida, que se transforma inmediatamente en histórica, en algo de lo que
todo el mundo hablará para siempre.
Salen de cualquier
sitio los que elogian desmesuradamente a Alemania, por su toque, por su manejo,
por su precisión, por su contundencia; o los que castigan exageradamente a
Brasil por su tibieza, por su falta de respuesta táctica y anímica, como si se
pudiera juzgar un momento eterno por las circunstancias pequeñas que lo
llevaron a ocurrir.
¿Cómo se hace para
valorar a Kroos, a Müller, a Schweinsteiger? ¿Para hablar de algún error de
Marcelo, o culpar a los delanteros y volantes por su falta de retroceso?
La realidad es que el
juego no resiste ningún análisis. Se transforma en casi un chiste después del
vendaval. Del minuto 23 al 29 Brasil recibió cuatro goles. El primero fue una
jugada elaborada, el resto, golpes al león que intentaba una venganza ciega.
Pero lo peor para los
que no tenían bando es esa sensación de vacío, de haber dejado pasar la chance
de ver un enfrentamiento extraordinario para dejarle paso a una historia
mítica. Eso que pasa dos veces cada cuatro años, una semifinal del mundo, con
toda la incertidumbre que genera cuando hay nombres como los que había, se nos
fue de las manos en seis minutos de locura ofensiva o defensiva, o locura a
secas.
Queríamos un partido
y tuvimos esto, un cuadro que no se puede ilustrar si no es con una fotografía
de festejo o de decepción.
Brasil, en el segundo
tiempo logró hacer un gol. Podrían haber sido dos, o cuatro incluso. No importa,
ya no importaba.
Porque el terremoto
ocurrió rápido y nos quedamos anonadados, mirando con deseo, con pasión o con
sufrimiento esos 65 minutos de escombros deportivos.
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