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"El Pelusa" es considerado por muchos el mejor futbolista de la historia / Foto: marca.com |
Para los cubanos, Diego Armando Maradona no fue solo un jugador de fútbol, fue familia, parte de nuestro inmenso caimán. Con defectos y virtudes, es cierto, pero la familia no se elige.
Llevaba un tatuaje del líder de la Revolución Cubana en su pierna izquierda y en su corazón, donde la tinta no puede marcar, llevaba el amor que sentía por Cuba y por Fidel, hasta definirlo como su segundo padre.
Maradona jamás traicionó a quien le tendió la mano. Cada viaje a la mayor isla de las Antillas era un nuevo encuentro con Fidel y siempre que tenía la oportunidad de expresar sus ideas, en cualquier rincón del mundo, decía: soy fidelista.
Conozco a muchos seguidores del más universal de los deportes que le deben su afición al fútbol a Maradona. Una pasión que se gestó frente al televisor para ver galopar con el balón al genio albiceleste.
Su legado no se librará de juicios morales, de aspectos poco saludables en su comportamiento, forzados en buena parte por la presión que el fútbol, la sociedad y el negocio le produjeron. Pero en algo sí coincidiremos todos, su estela en el balompié es colosal, inabarcable.
A diferencia de otras estrellas, Maradona fue plenamente visible. El mundo entero pudo disfrutar de su grandeza. Elevó lo extraordinario a la categoría de cotidiano.
Hubo muchos Maradonas en su paradójica trayectoria, corta y larga a la vez. Con 30 años cerró su época en el Nápoles, el periodo de incomparable esplendor futbolístico que coincidió con su declive físico y emocional.
Por fraccionada que fuera su recorrido, con su fulgurante inicio en Argentinos Juniors, el deslumbrante desembarco en Boca Juniors, las expectativas frustradas en el Barcelona por la grave lesión que sufrió, el periodo sevillista en los años 90, el regreso a Argentina y la amarga despedida en Estados Unidos ‘94, sólo se puede hablar de un único y grandioso Maradona, el que cautivó el fútbol con sus proezas.
Sólo hay un Mundial que se adhiere a un jugador: El de México ‘86 a él. Eclipsó a todos los demás. Allí, con 26 años, perfectamente preparado, fuerte y ágil como un felino compiló en apenas tres semanas todo lo que un futbolista, y los aficionados, puedan soñar.
Los cínicos y los despechados se mantendrán firmes en el recuerdo de la “mano de Dios”, pero el que ama el fútbol se quedará con la colección de jugadas que desplegó el genio y que alcanzó su cota en el reguero de rivales que apiló en el segundo gol de Argentina.
Esa cabalgada resume todas y cada una de las deslumbrantes jugadas que dejó, la cima de la creatividad, potencia, descaro, habilidad, engaño, astucia, técnica y emocionante frialdad. Ese Maradona, el de nuestros sueños, nunca se irá.
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